Al mismo tiempo que recrea y resignifica la imaginería de sus libros anteriores (Antorchas, Fiebre la piel y adónde la manzana), Francisco Magaña ha escrito un canto a la muerte de su padre, sumándose fragmentariamente a obras que, dentro de la tradición de la poesía mexicana del siglo XX, han honrado ese mismo tópico. Baste mencionar la “Elegía a la muerte del Mayor Sabines” para darnos cuenta del enroque que estamos perfilando. Porque, en efecto, Francisco Magaña opera una vuelta de tuerca al infiltrar pasajes de prosa y pulverizar casi al mínimo la puntuación de sus poemas, para permitir que la memoria fluya y tiña de significación la certidumbre de la pérdida.
Era una voz ardiendo en la oscurana
cuando marzo era agosto y desaliento
era un camino hostil era una espina
atravesando rígida los nervios
y fue en silencio cuando el nacimiento
del sueño de mi padre creó el festejo:
de la lluvia del sol de la sonrisa
del aliento de Dios en nuestras venas.
Poeta católico a la manera desgarrada e incendiada de Paul Claudel, Francisco Magaña se ha convertido en el dueño de una deriva que sólo a él le corresponde en el panorama de la poesía mexicana actual.