Como en las pinturas de Degas sobre teatros, conciertos o salones de danza, el tiempo, en el Diario de los hermanos Goncourt, parece detenido. Las escenas se congelan para dar lugar a su descripción. Y el lector se siente maravillado, o sacado de sus casillas, por la apostilla moral que este testimonio conlleva, a manera de corolario maléfico: la civilización occidental, simbolizada por la ciudad de París a mediados del siglo xix, ha empezado a desmoronarse de una manera estrepitosa. Pero mientras el mundo se termina, nosotros podemos tomar café o comer largo y tendido con Sainte-Beuve, Flaubert o Téophile Gautier, personajes de la época que se dieron cita en el restaurante del señor Magny, epicentro de las páginas de este volumen. Es probable que no exista testimonio más lúcido, ni más crítico, ni más irónico que este Diario, a propósito de las ambivalencias que le dieron sustancia al siglo xix francés; el Diario de los hermanos Goncourt erige un monumento, de más de cuatro mil páginas en su edición francesa, a la más funcional y homogénea de las colaboraciones literarias que conoce la literatura de cualquier lengua occidental moderna.